de bebedores entrenados...

lunes, 20 de octubre de 2014

El Último Mastodonte


El texto que se presenta a continuación no es otra cosa que una tendenciosa reescritura del cuento “Último hombre”, de Eduardo Sacheri. Pido al lector que se predisponga de antemano ante cualquier límite entre ficción y realidad que pretenda cruzar el relato.
Esto va dedicado de corazón, de un rústico para otro rústico. Solo nosotros sabemos lo improbable que resulta que le ocurra, de vez en cuando, algún súbito ataque de creatividad a nuestras toscas extremidades inferiores. Y únicamente nosotros conocemos el agobiante vacío de estas esporádicas inspiraciones perdidas tristemente en el cruel olvido del tiempo.

Pablo Rodil había cumplido siempre. Había ganado y perdido, cosa por cierto evidente. Pero jamás había abandonado su puesto. Jamás había sacado el cuerpo por cobardía. Jamás había temido hacer un sacrificio. No le molestaba jugar todos los domingos en la covacha. Ni que la pelota estuviese, en sus pies, eternamente de paso. Hacía el quite, buscaba con la mirada a los vociferantes mediocampistas, y se la sacaba de encima con algo de premura y una cierta mácula de torpeza. No se sentía menos por ello. Sabía que, sin su presencia allí, en el fondo, el equipo podía venirse en picada.
¿No había sido una catástrofe, acaso, aquel torneo de hace unos años, cuando él había estado parado por la operación de ligamentos cruzados? Al técnico casi lo internan del disgusto: los contrarios se hicieron festines memorables. La defensa, sin él, era un colador endemoniado, un puente cándido por el que podía pasar hasta una anciana en muletas y llegar cara a cara con el arquero. Su merma física, ocasionada por el paso de los años y la acumulación de kilos de asado y litros de cerveza, era suplida con carácter y presencia. No faltaba partido, siempre que Héroes del Whisky fuera derrotado con claridad, en el que algún iluso delantero rival se llevará de recuerdo un tatuaje de los filosos tapones de Pablo.

La mañana definitiva era una de esas mañanas mansas, parsimoniosas, cálidas, insulsas. Irían, cuanto mucho, veinte minutos del segundo tiempo. El partido estaba uno a cero, trabado en el medio, cosa natural en un equipo sin confianza y  jugado el cuello a la guillotina del descenso. Rodil hacía lo suyo. Trababa. Ordenaba. Sometía al árbitro al consabido rosario de jeringueos y reproches.
La hecatombe no se anunció a través de señales contundentes. Simplemente se inició cuando Pablo salió a cortar una pelota dividida con el  siete contrario, un jovencito rápido y atrevido, que siempre amagaba por adentro y salía por afuera. Rodil no se inquietó, aunque su rival llegó a bajar la pelota varios segundos antes de que él cortara. Lo dejó en cambio detenerse en seco, hamacarse, sobrarlo. Y cuando el otro por fin disparó por afuera, Pablo se tiró al piso sabiendo con certeza que sus más de 110 kilos serían suficientes para trabar el balón y proyectar al jovencito hacia los rústicos árboles del costado de las canchas. Cuando se incorporó, la pelota descansaba junto a su botín derecho. Había cumplido según el manual del perfecto zaguero, y algunos aplausos regados desde la hinchada semidesierta de Héroes le entibiaron el alma. Faltaba únicamente buscar con la mirada al cuatro o a algún volante, para que abrieran el juego. Pero entonces pasó lo que nunca había pasado antes. A sus 36 años, Rodil, por primera vez en su vida, bajó de nuevo los ojos. Vio sus pies embarrados, su rodilla raspada, sus medias bajas, y la pelota brillante, reluciente. Los gritos desde el medio le llegaron de inmediato, pero Pablo decidió que debía esperar a que algo terminase de tomar forma dentro suyo. Tal vez el nueve contrario advirtió sus vacilaciones, porque se le vino al humo con la lengua afuera para atorarlo en su torpeza. Rodil llegó a oír que su hermano, el técnico del equipo, le gritaba que la colgara, que la colgara, pero en lugar de obedecer no pudo evitar bajar de nuevo la cabeza y volver a verla, como nunca hasta entonces, hasta enamorarse de ella hasta el último rincón de su alma. Entrecerró los ojos. Inspiró profundamente. Oyó con una nitidez absoluta el galope tendido del delantero, notó su respiración agitada, le vio la codicia ególatra que siempre llevan en el rostro los delanteros. 
Nunca supe lo que Pablo sintió en ese momento. Yo supongo que fue una súbita intuición de la negritud insoslayable de la muerte. Pero cuando el contrario se le tiró a los pies, Rodil hamacó sus 112 kilos, balanceó su cadera inexperta, y dejó que el botín enganchase levísimamente la pelota. El confiando delantero pasó de largo por mucho, quedando al borde del ridículo. El técnico escupió el pucho y le gritó que la largase. Rodil contempló a su hermano sin prisa y sin cariño. Cuando adelantó el balón y se lanzó tras el trote, lo había olvidado para siempre. Llegó hasta el mediocampo sin que le salieran al cruce. El único estorbo eran los gritos de los suyos, que sin comprender el milagro se la pedían como si tal cosa, como si él no fuese capaz de avanzar con la cabeza en alto, con el gesto sereno, con una libertad indómita que le nacía en el vientre y lo invitaba a seguir yendo.
El técnico, fuera de sus cabales, lo insultaba en escalas polícromas y lo conminaba a largarla y a volverse. El iluso no sabía que Rodil corría irrevocable a su destino, o al menos a uno de todos los destinos que habitan la vida de un hombre. Cuando al fin le salió el volante central, Pablo le amagó por dentro y se le escabulló por el callejón del diez. Pero en su apuro inexperto la tiró larga, de modo que el ocho de ellos se le vino al humo, seguro de llegar primero. Pese a todo, y cuando el marcador se lanzaba, adelantó la diestra con la presteza de un delantero consumado y empujó con lo justo el balón un metro escaso. Sintió el dolor inconfundible de un tobillo aplastado bajo los tapones del rival, pero ni siquiera sopesó la posibilidad de detenerse. Eufórico, seguro de sí, estiró el brazo derecho, señalando la extensa pampa abierta a las espaldas del  central y el marcador de punta izquierdo. “Sergito”, el habilidoso mediapunta, le entendió la seña y salió disparado. Rodil, sin mirarlo, le puso una pelota inaudita con la cara interna del pie derecho, para que la bola pasase por fuera del marcador e hiciese la comba volviendo hacia la cancha, justo a tiempo para que Sergio la cazara al vuelo, y picara hasta el fondo bien habilitado…

Termino aquí mi relato, temiendo que algún lector futbolero se sienta defraudado al desconocer el destino final de aquella jugada. No voy a rematar la historia apuntando si Sergito tiró un perfecto centró atrás, si la colgó de un ángulo o si la pelota salió ocho metros por encima del travesaño. Si me explayo en esa materia estaré distrayendo la atención hacia un detalle intrascendente.
Lo inolvidable, lo sagrado para mí, que estuve presente la mañana final en que Rodil decidió cortar la soga, es su imagen al volver desde el campo contrario. Sereno. Feliz. Altivo. La camiseta fuera del pantalón. Las medias bajas. El barro en las pantorrillas. Y una mirada absorta, emocionada, enternecida en la intuición de su libertad recién alumbrada. Una mirada sin destino fijo, apoyada en todo caso en un punto cualquiera del horizonte; de esas que los hombres sólo usan para mirarse a sí mismos.

1 comentario:

Negro Fallarino dijo...

Buena Conejo! Gran pincelada de poesía fulbolera con genial final. Así fue nomás el día en que Dumbo voló, podemos dar de fé también de lo relatado.