El texto que se presenta a continuación no es otra cosa que una tendenciosa reescritura del cuento “Último hombre”, de Eduardo Sacheri. Pido al lector que se predisponga de antemano ante cualquier límite entre ficción y realidad que pretenda cruzar el relato.
Esto
va dedicado de corazón, de un rústico para otro rústico. Solo nosotros sabemos
lo improbable que resulta que le ocurra, de vez en cuando, algún súbito ataque
de creatividad a nuestras toscas extremidades inferiores. Y únicamente nosotros
conocemos el agobiante vacío de estas esporádicas inspiraciones perdidas
tristemente en el cruel olvido del tiempo.
Pablo
Rodil había cumplido siempre. Había ganado y perdido, cosa por cierto evidente.
Pero jamás había abandonado su puesto. Jamás había sacado el cuerpo por
cobardía. Jamás había temido hacer un sacrificio. No le molestaba jugar todos
los domingos en la covacha. Ni que la pelota estuviese, en sus pies,
eternamente de paso. Hacía el quite, buscaba con la mirada a los vociferantes mediocampistas,
y se la sacaba de encima con algo de premura y una cierta mácula de torpeza. No
se sentía menos por ello. Sabía que, sin su presencia allí, en el fondo, el
equipo podía venirse en picada.
¿No
había sido una catástrofe, acaso, aquel torneo de hace unos años, cuando él
había estado parado por la operación de ligamentos cruzados? Al técnico casi lo
internan del disgusto: los contrarios se hicieron festines memorables. La
defensa, sin él, era un colador endemoniado, un puente cándido por el que podía
pasar hasta una anciana en muletas y llegar cara a cara con el arquero. Su
merma física, ocasionada por el paso de los años y la acumulación de kilos de
asado y litros de cerveza, era suplida con carácter y presencia. No faltaba
partido, siempre que Héroes del Whisky fuera derrotado con claridad, en el que
algún iluso delantero rival se llevará de recuerdo un tatuaje de los filosos
tapones de Pablo.
La
mañana definitiva era una de esas mañanas mansas, parsimoniosas, cálidas,
insulsas. Irían, cuanto mucho, veinte minutos del segundo tiempo. El partido
estaba uno a cero, trabado en el medio, cosa natural en un equipo sin confianza
y jugado el cuello a la guillotina del
descenso. Rodil hacía lo suyo. Trababa. Ordenaba. Sometía al árbitro al consabido
rosario de jeringueos y reproches.
La
hecatombe no se anunció a través de señales contundentes. Simplemente se inició
cuando Pablo salió a cortar una pelota dividida con el siete contrario, un jovencito rápido y
atrevido, que siempre amagaba por adentro y salía por afuera. Rodil no se inquietó,
aunque su rival llegó a bajar la pelota varios segundos antes de que él cortara. Lo
dejó en cambio detenerse en seco, hamacarse, sobrarlo. Y cuando el otro por fin
disparó por afuera, Pablo se tiró al piso sabiendo con certeza que sus más de 110
kilos serían suficientes para trabar el balón y proyectar al jovencito hacia
los rústicos árboles del costado de las canchas. Cuando se incorporó, la pelota descansaba junto a su
botín derecho. Había cumplido según el manual del perfecto zaguero, y algunos
aplausos regados desde la hinchada semidesierta de Héroes le entibiaron el alma. Faltaba
únicamente buscar con la mirada al cuatro o a algún volante, para que abrieran
el juego. Pero entonces pasó lo que nunca había pasado antes. A sus 36 años, Rodil,
por primera vez en su vida, bajó de nuevo los ojos. Vio sus pies embarrados, su
rodilla raspada, sus medias bajas, y la pelota brillante, reluciente. Los
gritos desde el medio le llegaron de inmediato, pero Pablo decidió que debía
esperar a que algo terminase de tomar forma dentro suyo. Tal vez el nueve
contrario advirtió sus vacilaciones, porque se le vino al humo con la lengua
afuera para atorarlo en su torpeza. Rodil llegó a oír que su hermano, el
técnico del equipo, le gritaba que la colgara, que la colgara, pero en lugar de
obedecer no pudo evitar bajar de nuevo la cabeza y volver a verla, como nunca
hasta entonces, hasta enamorarse de ella hasta el último rincón de su alma.
Entrecerró los ojos. Inspiró
profundamente. Oyó con una nitidez absoluta el galope tendido del delantero,
notó su respiración agitada, le vio la codicia ególatra que siempre llevan en
el rostro los delanteros.
Nunca
supe lo que Pablo sintió en ese momento. Yo supongo que fue una súbita
intuición de la negritud insoslayable de la muerte. Pero cuando el contrario se le tiró a los pies, Rodil hamacó sus 112 kilos,
balanceó su cadera inexperta, y dejó que el botín enganchase levísimamente la
pelota. El confiando delantero pasó de largo por mucho, quedando al borde del
ridículo. El técnico escupió el pucho y le gritó que la largase. Rodil contempló
a su hermano sin prisa y sin cariño. Cuando adelantó el balón y se lanzó tras
el trote, lo había olvidado para siempre. Llegó hasta el mediocampo sin que le
salieran al cruce. El único estorbo eran los gritos de los suyos, que sin
comprender el milagro se la pedían como si tal cosa, como si él no fuese capaz
de avanzar con la cabeza en alto, con el gesto sereno, con una libertad
indómita que le nacía en el vientre y lo invitaba a seguir yendo.
El
técnico, fuera de sus cabales, lo insultaba en escalas polícromas y lo
conminaba a largarla y a volverse. El iluso no sabía que Rodil corría
irrevocable a su destino, o al menos a uno de todos los destinos que habitan la
vida de un hombre. Cuando al fin le salió el volante central, Pablo le amagó
por dentro y se le escabulló por el callejón del diez. Pero en su apuro
inexperto la tiró larga, de modo que el ocho de ellos se le vino al humo,
seguro de llegar primero. Pese a todo, y cuando el marcador se lanzaba,
adelantó la diestra con la presteza de un delantero consumado y empujó con lo justo
el balón un metro escaso. Sintió el dolor inconfundible de un tobillo aplastado
bajo los tapones del rival, pero ni siquiera sopesó la posibilidad de
detenerse. Eufórico, seguro de sí, estiró el brazo derecho, señalando la
extensa pampa abierta a las espaldas del central y el marcador de punta izquierdo. “Sergito”,
el habilidoso mediapunta, le entendió la seña y salió disparado. Rodil, sin
mirarlo, le puso una pelota inaudita con la cara interna del pie derecho, para
que la bola pasase por fuera del marcador e hiciese la comba volviendo hacia la
cancha, justo a tiempo para que Sergio la cazara al vuelo, y picara hasta el
fondo bien habilitado…
Termino
aquí mi relato, temiendo que algún lector futbolero se sienta defraudado al
desconocer el destino final de aquella jugada. No voy a rematar la historia
apuntando si Sergito tiró un perfecto centró atrás, si la colgó de un ángulo o
si la pelota salió ocho metros por encima del travesaño. Si me explayo en esa
materia estaré distrayendo la atención hacia un detalle intrascendente.
Lo
inolvidable, lo sagrado para mí, que estuve presente la mañana final en que Rodil
decidió cortar la soga, es su imagen al volver desde el campo contrario.
Sereno. Feliz. Altivo. La camiseta fuera del pantalón. Las medias bajas. El
barro en las pantorrillas. Y una mirada absorta, emocionada, enternecida en la
intuición de su libertad recién alumbrada. Una mirada sin destino fijo, apoyada
en todo caso en un punto cualquiera del horizonte; de esas que los hombres sólo
usan para mirarse a sí mismos.